jueves, septiembre 04, 2008

Es mejor gastarse andando

que cuidarse en un lugar...



Regresé.

A finales de la década de los 90's, cuando la universidad había terminado para mí, encontré una oportunidad de trabajo en la que, para mí, es la mejor empresa para trabajar.

Era yo un jóven -once años menor de lo que soy ahora- y quería acabarme al mundo de dos o tres mordidas. Iba sonriendo al trabajo; lleno de ilusiones. Regresaba a casa, tarde, cansado, y mientras conciliaba el sueño y miraba los dibujos que había hecho en el techo de mi cuarto, imaginaba cómo sería yo, en el futuro lejano, yendo y viniendo por el mismo camino al trabajo.

El destino tenía planeado otro futuro para mí. Y por causas ajenas a mi voluntad, tuve que separarme de la compañía. Y rodé. Y fui de aquí para allá. Y luego para acá. Y luego más para allá.

Inesperadamente, cuando las cosas se ponian mejor para mí y pensé que ya podía estabilizarme de tantos brincos laborales, me encontré con una puerta que me resultó muy familiar. Como la puerta de la casa que abandonas y que nunca olvidas. Que añoras. Y se abría para mí. Y se abría hospitalaria, cálida. Como si en ese momento se pudieran compenzar tantos años de distancia...

Y regresé. Y los milagros suceden.

Yo nunca habría podido predecir mi regreso. Nunca. Es más, esa posibilidad estaba fuera de mi plan de vida. Y aparece ahí, inesperadamente. Con la misma sorpresa de aquel invierno del 97 que nevó.

Apenas he cumplido 2 semanas en mi nuevo-viejo empleo. Y aunque todavía me encuentro en los pasillos rostros del pasado -con más arrugas, más kilos, menos pelo- siento que soy el mismo jóven noventero que cree que el mundo cabe en un par de bocados.

Estoy muy contento. Estoy, otra vez, con esa sensación de satisfecho.