viernes, diciembre 29, 2006
La próxima semana, Andrés, cumplirá sus primeros nueve meses de vida. Apenas puedo creer lo rápido que ha pasado el tiempo. Parece que fué ayer, cuando, en la víspera de su nacimiento, pinté en el abultado vientre de su madre, una caricatura de "El Principito".
Metido en su cunita, o sentado en su portabebé, Andrés fué el niño más tranquilo que he conocido en mi vida. Podía acompañarnos a visitar a algún amigo, o a cenar a un restaurante, y no había nada que lo pudiera inquietar. Silencioso, tranquilo, y muy sonriente, pensé que era el prototipo de bebé que todos los padres queremos tener.
Pero las cosas han cambiado mucho desde que Andrés ha aprendido a ejercer su derecho a la libertad y a explotar su voluntad. Ahora es común que interrumpa la plática más solemne con sus guturales palabras que todavía no nos significan nada... o que arrebate con sus cada día más hábiles manos cualquier objeto que se acerque a su radio de alcance... o que amenace la integridad física de alguna persona, víctima de alguno de sus juguetes o biberones que suele usar como proyectiles.
Subirlo en su andadera, o dejarlo gatear en el piso, es la expresión más nítida de su libertad. Es una guerra de estrategia la que tenemos que lidiar todos los días, para poner obstáculos cada vez mejor pensados, para que evitar que Andrés se meta a la cocina, o al baño, o se salga al patio.
Dejar fuera de su alcance los controles remotos, las llaves, los teléfonos celulares, y las monedas que siempre dejaba 'por ahí', son ahora cosas que debemos tener en mente para que sus sigilosas manos no las lleven a su boca.
Pero la toma de decisiones ya va más allá de poder dirigirse a un lugar, o escoger con qué jugar... o poder 'intentar' decir algo. Incluso se está haciendo muy selectivo para comer. Hace unos días me sorprendí que justo a su hora de comer, no aceptaba el té que le había preparado. Lo intenté una y otra vez, y simplemente no quería tomarse ese biberón... pero su llanto era un llanto clarito de hambre.
Lina, que va siempre un paso adelante que yo, y que por lo visto lo conoce mejor, le ofreció un bibi con leche y un chorrito de miel, que lo aceptó de inmediato, y que mientras lo bebía, me miraba fijamente, esperando que yo hubiera aprendido esa lección.
Lo que me aterra, es que esto es un enfrentamiento de voluntades que apenas comienza. Una guerra que se habrá de repetir generación tras generación, y que nos cambia de roles repentinamente, dejando de ser los hijos rebeldes, para convertirnos en los padres reformadores.
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